2 de diciembre de 2011

Un cacho de literatura

 
Aurelia
(cuento)

- Mire Oficial, es una viejita de 83 años, mide un metro cincuenta más o menos, cabello corto canoso, ojos verdes y tez muy blanca. La última vez que la vi vestía un pantalón de jogging negro y una remera gris. No tengo idea de dónde puede estar. Fuera de la familia no tiene muchos conocidos. Sus amigos de la juventud, lógicamente, están casi todos muertos, y el que no, ya anda tocando el arpa. Es muy raro que salga de su casa, a penas pone un pie en la vereda para ir a hacer las compras. Imagínese, que a cuatro días de no saber qué sucedió con ella, todos prensamos lo peor. Además, a esta altura de la vida, ya camina muy despacito. En cuatro días, como mucho, llega a la otra esquina. Si se fue por sus propios medios no puede estar muy lejos. Por otro lado, en la casa no falta nada. Imposible que haya sido un robo, o un secuestro. Yo sé que con esto que le comento no le estoy dando mucha tela para cortar. Pero entiéndame, no sé qué decirle ¡es una simple jubilada! El último día que la vi, recién venía de hacer los mandados. No me dijo nada significativo, se comportó normalmente, lo mismo de siempre. Había comprado, como de costumbre, una montaña de papel higiénico. En esa casa puede faltar el pan, pero nunca va a faltar con que limpiarse el… bueno, usted me entiende. Ella es así, es una viejita con sus mañas y sus cosas de gente vieja. ¿Por qué motivo iba a desaparecer? Presiento que la vamos a encontrar el día del arquero. Nadie tiene ni la más pálida idea de dónde puede estar. A cada rato lo mismo con la abuela, por “h” o por “b”, siempre se las ingenia para sacarnos canas verdes. ¡Y justo ahora! ¡A dos días de navidad se le viene a ocurrir hacerse humo! ¡Todos los años nos arruina las navidades! Entre sus llantos, sus lamentos y su melancolía, uno termina rezando para morirse atragantado con una garrapiñada. Por suerte, para la fiesta de fin de año, le metemos sidra hasta por las orejas, queda medio copeteada y no se queja tanto. Porque para navidad no toma una sola gota de alcohol, sabe. No sea cosa que el niñito Jesús cobre vida, salga del pesebre y le recuerde lo de “santificar las fiestas”. No es mala, vio. Ella siempre fue así. Se lo puede decir cualquiera. La nona es un mar de lágrimas. Cuando uno la va a visitar, por las dudas se tiene que llevar un pañuelito, porque enseguida le agarra la tristeza. Mire, me acuerdo que una vez, hace algunos años, se cayó por la escalera de su casa. Esas escaleras antiguas de mármol, que en invierno se congelan y te vas a la mierda con baranda y todo. Bueno, la cosa es que se cayó, rodó varios escalones, y a los dos días se tropezó en la bañera. Para qué. Andaba toda entablillada y suspiraba por la casa arrastrando los patines tejidos al croché. Todo un espectáculo la abuela. Y así estuvo, un mes llorando a moco tendido. Pero se recuperó rápido. Es una viejita fuerte, bien tana.
El tema, Oficial, es que ya van cuatro días que no sabemos nada de la nona y ustedes no han hecho mucho por encontrarla. Yo entiendo que la época navideña es complicada para la policía. Sé que andan todos como locos, que los comercios rebalsan de compradores compulsivos y adictos al pan dulce. Pero entiéndame usted a mí. ¿Cómo se hace para pasar una Noche Buena en paz sabiendo que la vieja anda perdida por ahí? ¿Usted sabe la cantidad de comida que tengo hecha para el veinticuatro? Si la abuela no aparece nadie en la familia va a querer festejar nada. ¿Tiene noción de dónde me voy a tener que meter la ensalada rusa y el pionono? ¡Me voy a volver negra de comer tanto maní con chocolate yo sola! Haga un esfuercito oficial, llame a alguien con el aparatito ese que tiene ahí colgado y encuéntreme a la abuela. No le puede costar tanto. No es un narcotraficante colombiano, es una anciana, por el amor de Dios. ¡A esta altura ya debe andar por donde el diablo perdió el poncho! Para colmo, su sentido de la orientación está totalmente atrofiado. Se pierde hasta en su propia casa ¡imagínese en una ciudad como esta! Nunca sabe qué día es, ni qué hora, a penas se acuerda el año en el que vive porque tiene pegado el almanaque en la heladera. Me da una pena, pobrecita. Ya tenía comprados los regalos para los cuatro bisnietos. Como siempre calzones rosados y toallas blancas. Calzones y toallas. Rosa y blanco. Jamás otro color. Todos los nietos tenemos una colección de toallas blancas en casa. Ella compra regalos durante el año y después, dependiendo de la ocasión, los regala. Pero no espere otra cosa. Toallas o calzones. Hace poco fui a la casa a ayudarla a podar la parra. Ella, como siempre muy agradecida, me regaló un colador de leche. Sí, un colador. Yo pensé “¡A la flauta! ¡Terminó la era de los calzones!”. Pero no, resulta que la agarré desprevenida. Se ve que no tenía nada para darme y me encajó el coladorcito. Fue la única vez que recibí un regalo distinto de su parte. Me considero afortunada por eso. Andaba necesitando un colador nuevo.
En fin, Oficial, no le quiero quitar más tiempo. Se lo suplico, encuéntreme a Aurelia.
- ¿Aurelia, dijo? ¡Hubiera empezado por ahí señora! ¡Hoy a la mañana encontramos una Aurelia!
- ¿Será la misma Aurelia?
- Me regaló esta toalla…
           -  ¡Sí, es! 

Autora: Florencia Ciancio.


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30 de septiembre de 2011

Experiencias cotidianas

Enanos en el cerebro.

Pintura de Sofía Luján Acevedo
Realmente es admirable el empeño que pone mi cuerpo en descubrir nuevas patologías que puedan ser de mi agrado. Todo comenzó cuando nací, ni más ni menos. En ese instante mi cuerpo supo que no estaba sobre esta Tierra para ser sólo un cuerpo. Supo que venía para un fin más elevado. Empezó entonces por probar qué tal me resultaban las distintas enfermedades existentes y de qué manera las toleraba. Así pues, comenzó experimentando con la neumonía. Lindas secuelas. Años respirando como si tuviera una aceituna atravesada en el tabique. Un sistema respiratorio digno de Cacho Castaña. Cuando se aburrió de la neumonía, mi organismo siguió con otros problemas respiratorios y con la siempre bien ponderada alergia. Ah… la alergia. Que compañera tan fiel. Veinticinco años y contando. Aunque debo decir que, lamentablemente, es un mal de familia. El nivel de alergia familiar ha llegado a tal extremo que inventamos una nueva denominación para los pañuelos descartables, servilletas de papel y rollos de cocina: limpiamocos. “¿Dónde están los limpaimocos?” “¿Me alcanzás un limpiamoco?” “Ya no quedan limpiamocos” son algunas de las frases que encabezan el top ten de las “frases matutinas más pronunciadas”. En fin, luego de la neumonía y la alergia siguió el exceso de calcio, la varicela doble (sí, dos veces), anginas, faringitis, laringitis, mononucleosis, chalacio, gripe, gatroenteritis, cistitis, migraña, miopía, astigmatismo, pie plano, erupciones cutáneas sin nombre aparente… la lista es infinita. Pero la cosa no termina ahí. No señor. La cosa sigue. He aquí la patología mejor aprovechada por mi organismo, la que me ha dejado más agonizante que nunca: insomnio. Oh Dios… el insomnio. Para el que no sabe, el insomnio es una enfermedad provocada por la irrupción abrupta de enanos que te recorren el cerebro de punta a punta a cualquier hora de la noche. Enanos con antorchas. Enanos quema neuronas. Durante mis dos hermosas semanas de insomnio he descubierto 1) que las palomas enmudecen durante la noche y molestan a partir de las seis de la mañana; 2) que la cañería del edificio seguramente transporta monedas desde la terraza hasta la planta baja; 3) que el vecino de arriba vuelve de trabajar a la madrugada y adora correr muebles a esa hora tan oportuna; 4) que luego de contar trescientas ovejas saltando cercas te dan ganas de tejerte un sweater; 5) que no hay nada, pero nada, absolutamente nada, que te haga dormir cuando tu cabeza está llena de vigilia; 6) que el Morfeo de la posmodernidad se llama Lorazepan y pesa 1 mg.
                No sé qué más me deparará mi organismo para los próximos meses, años… No sé si deba acostumbrarme, en algún momento, a padecer. Sólo sé que sea lo que sea que me depare, no quiero más enanos en mi cerebro. Que persigan a Blancanieves. Ella sabrá, mucho mejor que yo, qué hacer con esos petisos.  

Autora: Florencia Ciancio.

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17 de septiembre de 2011

Un cacho de literatura

Las manos de Bernabé
(cuento)



 

Florencio Molina Campos
Cuando mi madre comenzó a recelar de mi cercanía con Bernabé, no tuvo mejor idea que intentar desterrarlo imponiéndome otro padre. Así fue como apareció El Taba, un peón sucio y rancio apodado de esa forma por su fama de jugador empedernido. Ese holgazán, que olía siempre a ginebra, era mi nuevo ejemplo a seguir. El hombre no tardó mucho en adueñarse de mi madre, mi casa y mis pertenencias. La primera orden que me dio en su carácter de “padre” fue prohibirme ver a Bernabé. Decía que me iba a convertir en un vago si seguía desperdiciando las tardes con el viejo.


               Cada día que pasa, mi recuerdo de Bernabé es más nítido: las manos callosas, los dedos fornidos, acariciando el mate desde que el sol asomaba sobre el campo. Apenas movía los labios al hablar. Todavía no me explico cómo su voz podía oírse tan clara desde una boca a medio abrir. A veces pienso que las palabras le salían de otro lado. Jamás lo vi quitarse el facón de la cintura, mucho menos las bombachas de campo o la boina. Nunca tuvo hijos ni mujer. Vivía en un mundo paralelo donde solo cabían él y sus animales. Había sabido desarrollar a la perfección el don de domar caballos. Se ganaba la vida preparando yeguas y machos para las domas del su pueblo. Su técnica era tan sencilla que maravillaba. Cuando le llevaban un animal, lo dejaba suelto en el corral para que se adaptara a su nuevo entorno. De a poco se iba a arrimando a la cerca, siempre mate en mano, mientras el caballo daba vueltas alrededor del bebedero. Su acercamiento era tan sutil que en cuanto el potro menos se lo esperaba, ya lo tenía a Bernabé, del otro lado del alambrado, acariciándole el lomo. Él siempre decía que su don provenía de sus manos callosas. La caricia que dejaba caer sobre los animales era segura y firme. Procuraba tener siempre las manos ásperas y agarrotadas por el trabajo del campo. Eran la fuente de su don. Sin embargo, con esas mismas manos me arropaba de pequeño cuando me permitía, entre falsos quejidos, quedarme a dormir en su catre. Todavía me resuenan en los oídos de la memoria sus consejos de gaucho viejo: “nunca se case m’ hijo, ni le eche azúcar al mate. Esas cosas no son de hombres”.


               Durante mi infancia Bernabé se convirtió en mi mejor maestro. Volvía al galope de la escuela para meterme en su galpón a jugar con las boleadoras y los estribos que colgaban de las paredes, mientras él me sermoneaba sus consejos. Era como el padre que nunca había llegado a conocer. Mi madre me permitía pasar todas las tardes que quisiera con el gaucho. Eso le dejaba la casa libre para recibir a las visitas. Con Bernabé aprendí a montar a caballo antes que a leer y escribir. El primero que monté era un cimarrón que a mis ojos resultaba enorme. Nunca me ayudó a subir al lomo ni me dio ninguna montura. Dejaba que me cayera tantas veces como mis huesos resistieran para que aprendiera a mantener el equilibrio. Eso sí, siempre me alargó la mano para levantarme del piso mientras rezongaba al grito de: “levántese m’hijo, que el suelo no es pa’ verlo tan de cerca”. Con el tiempo, logré aprender a montar como un jinete de verdad. Yo sabía que el viejo estaba orgulloso de mí, aunque no me lo dijera. Sus palabras siempre fueron tan ásperas como sus manos.

               Cuanto más iba creciendo, más me daba cuenta que mi madre no podría ofrecerme jamás ni la mitad de los cuidados que recibía de Bernabé. Aquel hombre, que no llevaba en su sangre ni una sola gota de la mía, me daba todo aquello que no conseguía cruzando la tranquera de mi propia casa. No pasó mucho tiempo hasta que dejara de llamar a mi madre “mamá” y la empezara a llamar por su nombre. Ella pensaba que yo lo hacía como un juego y jamás se percató de que consistía en una protesta solapada. Me fui alejando de mi madre al mismo ritmo que ella atraía peones y cuatreros. Bernabé se había convertido en mi única familia, y él lo sabía. Me llamaba “hijo” con tal desenvoltura, que comencé a pensar que en algún momento debería haber sido padre de alguien. De todos modos, era imposible saberlo. Él nunca hablaba de su pasado. Tranquilamente, uno podía imaginarse que el hombre había nacido a los cincuenta años de entre los yuyos del monte. Cuando llegué a la adolescencia me regaló su facón. Me dijo que su padre, también llamado Bernabé, se lo había dado a él y que por eso me lo entregaba, para que la tradición siguiera viva. Era el facón más hermoso que había visto en mi vida. Todo de plata, labrado de punta a punta, tenía escrito “Bernabé” en el mango y llevaba una herradura de cobre en la parte inferior de la vaina. Desde ese día jamás me quité el facón de la cintura. Sentía que, finalmente, pesaba sobre mí un lugar de pertenencia.

               Sin embargo, desde la llegada de El Taba, todo fue de mal en peor. El sucio peón se la pasaba más tiempo dormido por la borrachera que despierto. Y cuando lograba sacar la cabeza del catre no hacía más que llenarme de insultos. Por eso, cada tanto me escapaba de la escuela y pasaba unas horas montando a caballo con Bernabé. El viejo me decía que no tenía que preocuparme por esos problemas, porque el hombre solo se hace hombre cuando el destino le empieza a curtir el alma.

               Una noche, El Taba llegó a las casas más borracho que de costumbre. Traía la camisa desabotonada, manchada de tierra y de sangre ajena. Entrar por la puerta y golpear a mi madre fue un mismo acto. Ella cayó de cara al piso abriéndose un tajo en la frente y permaneció tumbada como si estuviera muerta. En un abrir y cerrar de ojos El Taba quedó  atravesado de lado a lado por el facón que yo mismo me encargué de hundirle hasta los huesos. Casi no lo oí gritar. Un quejido sordo quedó flotando en el aire mientras corcoveaba en el suelo intentando sacarse la muerte de encima. Todavía me queda impregnado en las narices el olor de esa sangre apestada de ginebra.  Cuando me di cuenta de lo que había hecho, salí del pueblo lo más rápido que pude. Me fui, como perseguido por mil demonios, hasta perderme entre caminos polvorientos que aun hoy no logro identificar. Regresé, semanas más tarde, para a entregarme a la policía y ser juzgado como debía por el crimen que cargaba sobre mis hombros. Al llegar a mi casa, mi madre estaba sentada en la cocina mirando la puerta de entrada, como si esperara mi regreso desde tiempos inmemoriales. El abrazo que me dio fue el primero y el único que recuerdo haber recibido de ella en todos esos años. La cicatriz de su frente ya casi había sanado. El Taba no corrió la misma suerte y permanecía enterrado en el cementerio de su pueblo natal.

               He de decir que esa vez, esa sola y mísera vez, mi madre decidió hacerse cargo del lazo de sangre que nos unía, y lo hizo de tal manera, que terminó de romperlo para siempre. La mancha que pesaba sobre mi nombre fue borrada culpando a Bernabé del homicidio. No hubo tribunal que pudiera defender al domador, cuyo nombre figuraba en el arma que había derramado la sangre del difunto. Jamás volví  a ver a ese hombre, que agachó la cabeza mientras lo juzgaban asumiendo todas mis culpas. No hay día de mi vida en que no me venga a la memoria aquel viejo, con todo el afecto que él mismo supo sembrar en mi corazón. Y así es más o menos como lo recuerdo: las manos callosas, los dedos fornidos, acariciando el mate desde que el sol asomaba sobre el campo.


 
Autora: Florencia Ciancio.

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31 de agosto de 2011

Un cacho de literatura

El señor de los peces
(cuento)




Una pecera, un par de ojos saltones mirándome detrás del vidrio. Al día siguiente, dos pares de ojos, la misma pecera. Era imposible. Hipotetizar acerca de lo sucedido tenía mil veces menos sentido que inventar una respuesta al azar y darla por válida. Un mismo pez no puede engendrar otro pez por sí solo. En la escuela me habían enseñado que la generación espontánea no existía. Sin embargo, aquella mañana, había dos peces en el agua, dos peces exactamente iguales. A pesar de la extrañeza del hecho, no me preocupé demasiado. Alimenté a los peces y me olvidé del asunto. Pasados unos días me acostumbré a tener a los dos escamosos en casa. Era más divertido que tener sólo uno. Durante las noches de aburrimiento me pasaba ratos enteros intentando descifrar cuál de los dos era el pez original. Pero era inútil. Ambos resultaban ser idénticos a la vista. Ningún rasgo distintivo, movimiento o comportamiento que los diferenciara. Era realmente extraordinario.

Semanas más tarde, la situación se tornó un tanto embarazosa. El lunes había dos peces, el martes fueron tres, el miércoles cuatro, el jueves cinco, el viernes ya eran siete. Todos idénticos, del mismo tamaño, el mismo color grisáceo, los mismos ojos saltones. No podía evitar sentirme como un padre primerizo cada vez que un nuevo espécimen aparecía en el agua. Era realmente emocionante. Los peces se agolpaban intentando nadar y chocaban unos contra otros. Me vi obligado a comprar otra pecera. No me molestaba la situación. Por más extraño que fuera lo que sucedía, me hacía sentir especial. ¿Cuántos seres humanos tienen la posibilidad de observar con sus propios ojos un hecho de tan extraña naturaleza? ¿Acaso había sido elegido por fuerzas superiores para renovar las expectativas sobre la generación espontánea de las especies? Me sentía único en el mundo. Era el señor de los peces.

Dos meses después, el número de peceras se elevó a ocho. Las numeré y coloqué por orden de llegada. Cada una albergaba a cinco peces, pero tenía lugar para siete u ocho más. Mi casa se estaba transformando en un acuario. Por suerte, las visitas no eran algo usual para mí. Además, ¿para qué necesitaba visitas? Mi inerte existencia se fue transformando de a poco en una fiesta llena de vida y movimiento. Esos animalitos me colmaban de alegría. Por la mañana, al levantarme, los alimentaba y les renovaba el agua de las peceras. Procuraba que cada día los cristales estuvieran relucientes, impecables, no quería perderme ni un solo detalle de aquel espectáculo majestuoso. Sin embargo, por más que lo intentara, nunca alcanzaba a observar el momento exacto en el cuál el nuevo pez aparecía en el agua. Eso realmente me sacaba de quicio. No podía evitar sentir culpa al no presenciar una nueva creación. Temía que el nuevo ser considerara mi desatención como una muestra de desprecio. Tampoco lograba calcular la frecuencia con la cual surgían los especimenes. Un día se creaban dos, otro día cuatro, otro día ninguno. No tenía lógica. Por más cuentas que sacara, por más tiempo que dedicara a observarlos, no conseguía encauzar las dudas hacia ninguna parte. Los animalitos afloraban a la vida por arte de magia. Pululaban como extraños clones desvergonzados. Como era de prever, pasado un cierto tiempo, dejé de escudriñar. No tenía sentido buscar una explicación a un hecho evidentemente inexplicable. Lo mejor que podía hacer era deleitarme con aquello que me sucedía. La vida me había dado la oportunidad de ser el único hombre sobre la tierra que presenciara algo tan especial. Me olvidé de los cálculos y feliz, asumí mi lugar en el mundo. Era, definitivamente, el Señor de los peces. 

Todo comenzó a marchar a las mil maravillas. La creación iba viento en popa. Cuanto más tiempo les dedicaba a mis peces, cuanto más los mimaba y les hablaba, más se generaban. Todos y cada uno de los animalitos se veían sumamente alegres dentro de las peceras. Sus movimientos y sus aleteos denotaban una evidente felicidad compartida. Lo más admirable, sin lugar a dudas, era su capacidad de ser exactamente idénticos. No había modo de tener preferencia por uno o por otro. Conformaban una comunidad ideal, un socialismo idóneo, digno de asombro. A la hora de alimentarse cada uno se erguía con la cabeza hacia arriba y la cola hacia abajo, dibujando una línea recta. De esa manera todos podían conseguir alimento al mismo tiempo, sin necesidad de alborotos ni peleas. Por lo general nadaban en círculos, sin chocarse entre sí, sin molestarse. Procuré lograr que cada una de las peceras fuera exactamente igual a la otra. El mismo ancho, el mismo largo, el mismo grosor de vidrios. No quería fomentar diferencias entre mis peces. Eran perfectos así como estaban.

 Una mañana noté algo extraño en la pecera número cuatro. Había aparecido un pez color naranja. No se asemejaba en nada a los demás peces. Era más pequeño, tenía las aletas puntiagudas y los ojos color verde musgoso. Entré irremediablemente en pánico. Sentía que algo andaba mal, no era posible tal aberración de la naturaleza. No podía surgir un pez naranja de entre decenas y decenas de peces grises. Esa noche no logré dormir. Estaba aterrado. Temía por mis peces. Su sociedad, tan perfecta, ahora resquebrajada por ese endemoniado espécimen naranja. No podía permitir que toda su estructura social se demoliera de una manera tan absurda. Antes de que amaneciera tomé valor y me levanté de la cama. Todavía estaba oscuro. Me temblaban las manos y las piernas. Se me hacía cada vez más difícil respirar. Me paré frente a la pecera número cuatro y esperé a que el pez anaranjado se acercara a la superficie. Fue más fácil de lo que había pensado. No tardó ni un minuto en morir. Se retorció brevemente sobre el piso y dejó de moverse. Regresé a la cama y finalmente pude dormir. Era el Señor de los peces.

Lo que aconteció la mañana siguiente es casi imposible de describir. En todas y cada una de las peceras nadaban frenéticamente innumerables peces color naranja. Era una colérica danza de colas y aletas grises y anaranjadas que colisionaban entre sí. Los peces nuevos tenían a los originales totalmente sometidos a su rebeldía y voracidad. A una velocidad increíble, los especimenes anaranjados se estrellaban contra los cristales. Golpeaban sus inmundas cabezas contra los vidrios provocándose cortes por todos lados. Varias peceras estaban agrietadas y chorreaban agua. Los peces originales se desesperaban por emerger a la superficie y conseguir oxígeno. Algunos de ellos flotaban muertos en el agua turbia, ensangrentada. Era un espectáculo horrendo. Los peces nuevos eran cada vez más y más. Se generaban con una rapidez fantasmagórica. Ya casi no cabían en las peceras. Finalmente, los cristales cedieron a la presión ejercida desde adentro. Una a una, todas las peceras se hicieron pedazos. El agua me mojó los pies descalzos. Todo a mi alrededor se convirtió un asqueroso aleteo y retorcimiento de cuerpos gelatinosos. Un repugnante caos lleno de ojos y escamas. Traté de salvar a los peces grises que se encontraban a mi alcance, pero a cada intento se me resbalaban de las manos. Lloré amargamente. A los pocos minutos todo fue calma y silencio. Un solo pez se movía aun entre de los cuerpos si vida. Lo recogí del piso y lo sumergí en la bañera.

Una pecera, un par de ojos verdes mirándome detrás del vidrio. Al día siguiente, dos pares de ojos, la misma pecera. Soy el Señor de los peces.


Autora: Florencia Ciancio

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23 de agosto de 2011

Experiencias cotidianas

Los caídos del 12 de noviembre.

Ilustración de Sofía Luján Acevedo
     ¿Cómo fueron mis cumpleaños cuando era chica? Y... básicamente, un barrial. No tuve un solo cuampleaños sin lluvia. Cuentan mis progenitores que el día en que nací "era el diluvio universal, se caía el mundo abajo". Y así continuó cayéndose el mundo a baldazos hasta que llegué a la adolescencia. No nos quedaba otra  que agolparnos dentro de casa. Una manada de niños con las zapatillas llenas de barro dando vueltas por doquier. Seguramente los días más felices de mi madre. De todos modos nos divertíamos y comíamos hasta mutar y convertirnos en cerdos. 
       Sin embargo, hubo un día en que la lluvia paró. Como era de esperar, salimos catapultados al patio para seguir con nuestro festejo. Drogados de alegría los infantes corrían, saltaban y se trepaban a todo lo trepable. En el piso mojado conviviían alegremente pedazos de pizza, papas fritas, sanguchitos y papel picado. Rápidamente, por el efecto de los comestibles aceitosos mezclados con los restos de lluvia, el patio se convirtió en una trampa mortal. Era como caminar sobre una fuente enmantecada. Resbalones por aquí, resbalones por allá, no hubo una sola nalga que no conociera la dureza del suelo. Todos mis amiguitos caían como moscas, uno tras otro. Las risas se convirtieron en llantos desesperados. Mi madre, haciendo uso de sus habilidades maternales innatas, se transformó en enfermera en unos pocos segundos. Mientras los que todavía seguían en pie revoloteaban por el jardín llenos de lodo, los caídos hacían fila dentro de casa para ser asistidos. Entrar a la habitación de mi madre era encontrar a tu compañerito de colegio con los pantalones arremangados y pomada en las rodillas. Un espectáculo horroroso, inaudito, inesperado. Las lágrimas y las risas brotaban por igual de las caritas llenas de restos de comida. Debo confesar que me sentía un tanto ofendida. No entendía la necesidad de hacer tanto espamento. Si uno se cae, se levanta. Y listo. Pero no, ahí estaban todos los malcriados llorando a moco tendido por un simple raspón. Finalmente, se fueron yendo los invitados, globos en una mano y curitas en la otra. Y yo me quedé con ese recuerdo, que regresa año tras año, sintiéndome como siempre, un poco hija de mis padres, un poco hija de la lluvia. 
  

17 de agosto de 2011

Experiencias cotidianas



La vida misma.

      En el local de enfrente están remodelando. Hay un camión azul grandote cargando escombro. Se escucha ruido a motor, a escombro cayendo desde lo alto, se ve un fino polvillo blanquecino volando por los aires. Alrededor del camión se va acumulando gente. Miran asombrados el espectáculo, atónitos. Tanto escombro junto es algo hipnótico. Se va el camión azul, llenito hasta arriba. Llega uno rojo de similares características. El recambio provoca revuelo entre la chusma. Las cabezas acompañan el movimiento de descargue. Hay cuchicheos. Y acá enfrente estoy yo, sola, escribiendo estas líneas, sabiendo que nunca voy a tener tantos seguidores como esa montaña de escombro. Que envidia.

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16 de agosto de 2011

Experiencias cotidianas

Frases célebres.

            Hoy le voy a dedicar unas líneas a una gran frase de mi madre, pronunciada hace algunos años atrás. Los pongo en contexto: yo estaba sentada leyendo y mi madre se acerca a mí con la intención de saber el paradero de mi hermana menor la cual, en ese momento, se hallaba en el patio de casa. Es aquí cuando mi madre pronuncia la gran frase, la gran pregunta: "¿Dónde está la otra pelotuda?". Célebre. Magnánima. Incomparable. Que capacidad de inventiva, que capacidad de homologación. Dos insultos en una misma oración, en una misma e insulsa pregunta. Y yo que la ligo de rebote, sin comerla ni beberla. Soy la pelotuda nº 1, mi hermana es "la otra pelotuda", la nº 2. Nada como el amor de una madre.



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13 de agosto de 2011

Experiencias cotidianas

Educando al cliente

Señora clienta: el hecho de que usted atienda su celular delante mío antes de la venta o (peor aún) durante la misma, no la hace ver ni parecer más joven, ni más canchera, ni más copada, ni más globalizada. Por el contrario, usted se transforma no sólo en una pérdida de tiempo sino en una molestia para mí y mis oidos. Sus conversaciones con hijos, nietos, hermanos, nueras, etc. no me incumben y menos que menos me importan. Por favor, ahórrese la molestia. No me interesa en lo más mínimo si usted sabe usar un celular, al igual que a usted no le interesa si yo sé usar un taladro.

Atte: una vendedora desesperada.


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12 de agosto de 2011

Experiencias cotidianas


Estoy terminando la primera parte de cierto cuadernillo de caligrafía y me voy dando cuenta de algunas cosas:
1- que tengo menos paciencia de lo que pensaba;
2- que tengo una letra mucho más fea de lo que pensaba;
3- que estoy más chicata de lo que pensaba.

Conclusión: tengo que dejar de pensar.

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11 de agosto de 2011

Un cacho de literatura

La gallina
(cuento)


Don Nicasio tenía una gallina y la gallina tenía un don, el don de la profecía. ¿Cómo lo sabía? Fácil. Era cuestión de hacerle al plumífero una pregunta acerca del futuro, y esperar a que ponga un huevo. Si el huevo era blanco, la respuesta a la pregunta era “sí”, si era colorado, la respuesta era “no”. Así de sencillo. Ya hacía siete años que el hombre poseía la gallina, la cual además de profeta parecía ser inmortal. Una extraña mezcla entre Matusalén y Casandra. Y así la llamaba Don Nicasio, Casandra, en honor a su extraño poder.

Los vecinos de la granja no dejaban de preguntarse cómo hacía el hombre para ganar todas las apuestas en las carreras de caballos. Caballo al que apostaba, caballo que salía ganador. Pero para el anciano señor todo se resolvía fácilmente:

- Casandra, gallina querida, ¿Ganará Centella la próxima carrera?

La gallina miraba al granjero, emitía su clásico sonido de gallina ponedora, y se acurrucaba a empollar la respuesta. Unos minutos más tarde el huevo aparecía entre sus patas augurando el porvenir. Don Nicasio nunca se había sorprendido con el curioso don de la gallina. Él creía, con fervor, que los animales son mucho más sabios que los humanos. Cuidaba al ave como si fuera parte de su familia. Jamás le faltaba alimento ni agua para beber. Solía bañarla periódicamente y cada tanto la dejaba dormir adentro al calor del fuego de la cocina. Don Nicasio nunca se había aprovechado del poder del plumífero animal. Sólo le gustaba alimentar el único vicio que tenía, las carreras de caballos. Sin embargo, un día, las cosas en la granja comenzaron a venir de mal en peor. Las sequías habían dejado a sus vacas y ovejas sin pasto para comer y sus cosechas se echaban a perder poco a poco. El pobre hombre había empezado a apostar cada vez más dinero en las carreras pero, no le alcanzaba para cubrir las pérdidas que le generaba el mal clima. Luego de mucho pensar, se le ocurrió una gran idea. Explotaría por un tiempo la capacidad adivinatoria de Casandra. Pondría un consultorio en su casa y cobraría una importante suma a aquellos que quisieran averiguar su futuro. Casandra era infalible. No podía fallar.
Así lo hizo. Seleccionó un cuarto vacío de su casa, acomodó dos sillas de mimbre y colocó un cajón de manzanas dentro del cual la ponedora engendraría la adivinación. Se encargó de hacer, con sus propias manos, un cartel que dijera: “Casandra adivina su futuro. Pase y vea”. Los curiosos no tardaron en llegar. La primera clienta cayó esa misma tarde.

- Gallinita, el bebé que va a dar a luz mi hija Rosaura ¿va a ser varoncito?

La gallina cacareó como era habitual y comenzó a empollar la respuesta. Al rato, un huevo blanco apareció entre la viruta. Unos días después la señora fue abuela de un lindo y rosado nietito varón. Con ese hecho, la fama de Casandra comenzó a crecer rápidamente.

Una semana más tarde la casa de Don Nicasio estaba abarrotada de gente. Los paisanos hacían fila, desde la mañana temprano, para ver a la gallina. Don Nicasio tuvo que empezar a entregar números de espera. Luego, comenzó a anotar en una lista los casos de urgencia para darles prioridad a un precio más elevado. Rápidamente, la fortuna del hombre empezó a crecer y el consultorio se vistió de lujo. Casandra atendía a los visitantes sentada en una fuente de porcelana china sobre una mesa de caoba. Las sillas de mimbre fueron retiradas. Ahora los clientes se recostaban plácidamente en uno de esos sillones que usan los psicólogos. Muchos salían llorando, otros reían a carcajadas o se jalaban de los cabellos. La casa de Don Nicasio estaba a un paso de convertirse en un loquero.

Cierto día, la gallina se enfermó. Se la veía muy desgastada. Había perdido peso y plumaje. Le costaba mucho trabajo poner un huevo, más del doble de tiempo que necesitaba antes. Tardaba horas y horas y los clientes se impacientaban y armaban alboroto. La gente se acumulaba en la casa de Don Nicasio. Ya no había silla que alcanzara ni número que bastara. La fila de gente que esperaba ser atendida llegaba hasta la tranquera del campo vecino. Pasados los días, la situación del ave se agravó. Un viernes por la tarde, luego de una semana de trabajo agotadora, la gallina puso un huevo bicolor, mitad blanco, mitad colorado. Atónitos, los clientes esperaron un segundo huevo normal. Sin embargo, el segundo huevo fue blanco con lunares. El tercero tuvo rayas, el cuarto fue amarillo, el quinto celeste, el sexto violeta y así sucesivamente. Casandra se encargó de conformar un extenso muestrario de huevos con características sin precedentes. Los curiosos se apresuraron a ir a ver con sus propios ojos los huevos multicolores. No faltó quien afirmara que el ave poseía poderes mágicos. La gente viajaba de todos lados para ver a la gallina. Le pedían salud, dinero, le hacían promesas a cambio de un milagro. Muchos llegaban a la granja de rodillas. Ciegos, sordos, tullidos, enfermos, indigentes, desvalidos, estafados, todos acudían a Casandra para solucionar sus males. La granja de Don Nicasio se fue convirtiendo en un santuario. Velas por un lado, flores por el otro, hasta vaciaban el bebedero de los caballos con tal de llevarse un poco de “agua bendita”. El pobre hombre ya no sabía qué hacer para que la gente lo dejara en paz. A toda hora golpeaban a su puerta, le traían regalos al ave, hacían procesiones, le dejaban maíz en la puerta y armaban alboroto cuando cacareaba.
Una mañana, como todos los días, Don Nicasio fue al establo a alimentar a sus animales. Al entrar, vio a la gallina corriendo en círculos alrededor de los últimos huevos de colores que había puesto. En el piso de tierra había quedado marcado un surco redondo. Inesperadamente, la gallina tomó impulso y se echó a volar. Voló y voló en círculos por todo el establo y luego salió hacia la tranquera de la granja. Pasó volando por encima de los congregados, dando vueltas y vueltas sobre sus cabezas. La gente observaba maravillada el espectáculo. Muchos levantaban sus manos y agradecían al cielo el milagro que les regalaba. Los feligreses se desesperaban por tocar a la gallina. Saltaban con las manos en alto para obtener al menos una pluma, cual reliquia sagrada. El sol de la mañana brilló con todo su fulgor cegando a los devotos y dorando el blanco plumaje del ave. Las pocas nubes que manchaban el cielo se disiparon, como corridas por una mano invisible. La gallina siguió volando y volando, con las alas extendidas, cada vez más alto, cada vez más lejos, hasta perderse en la inmensidad del cielo matutino.

 
Autora: Florencia Ciancio.


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